En Catalunya el 26 de Diciembre es festivo. Es Sant Esteve. Y el menú típico son canelones, porque representa que se hacían con lo que sobraba de la "carn d'olla" del día de Navidad.
Este día era más tranquilo. Sólo venía mi madre a comer. Me levanté como a las nueve y media. Jordi y las niñas ya llevaban rato batallando. Yo no podía levantarme. Parecía que mi cuerpo había sido pisoteado por un tanque militar.
Me subí a la báscula y después del atracón del día de ayer de tres polvorones y un trocito de turrón de yema, he conseguido burlar de nuevo a la báscula. Peso 60,8 Kg. Ni un gramo más, ni un gramo menos.
Desayuno. De repente me entran unas cagarrinas que me muero. Me tiemblan las piernas. Estoy con un agotamiento que no entiendo. Quizás es acumulación. Me siento en el sofá a ver si me recupero, pero de repente tengo que volver al baño. Tengo que hacer los canelones. Empiezo a hacerlos: cebolla, calabacín, berenjena, zanahoria, champiñones y carne picada. Hiervo la pasta y hago la bechamel. En todo este proceso ya he ido tres veces más al baño (por supuesto me he lavado las manos, no os vayáis a pensar, ¿eh?) y las piernas no me aguantan. A las doce, al punto de rellenar los canelones y enrollarlos, echar la bechamel y meterlos al horno, le explico a Jordi como tiene que hacerlo y él que es un cocinitas lo hace. Yo me voy a la cama porque no me aguanto. Vino mi madre. Yo ni me levanté para comer. Jordi me había hecho un arroz hervido con cebolla pero yo no tenía hambre, solo quería dormir y estar en la cama. Estuve todo el día en la cama, solo me levanté un par de veces más al baño. Una de las veces que vino Jordi a darme un vistazo me tocó y decía que estaba caliente, que seguramente tenía fiebre y yo con un frío que me moría. Estaba tapada con el plumón hasta la cabeza y la calefacción a tope. Me levanté al día siguiente a las 7:45 h para ir a trabajar.
Por la tarde, Jordi endosó a Julieta con la iaia Lola que se fueron a dar un paseo. Estuvieron dando un paseo viendo belenes y Júlia alucinó con el belén gigante que montan cada año en la Plaza Barcelona. Mi madre le decía que iban a ver un belén que las figuras eran igual de altas que ella y Júlia incrédula hasta que no las vió no se lo creyó. Pasaron una tarde de lo más entretenido, nieta y abuela. Son muy cómplices. Que bonito, me encanta. A veces me desespero cuando voy a buscar a Berta a la guardería; hay una niña que cuando viene a buscarla su abuela se pone a llorar como una cosaca y la trata fatal. Yo no sé si es que le da vergüenza o qué. La pobre abuela pasa un apuro tremendo. Por fortuna, yo tengo comprada a esta niña, porque cada día del año le doy una galleta y me quiere con locura. Me hace más caso a mí que a su abuela y hay días que hasta a su propia madre. Entonces me la llevo a mi terreno y le digo en la oreja que le voy a contar un secreto: que tiene que querer mucho a su abuela, porque tiene la gran suerte de tener una abuela. Yo no la tengo, ¡y cuánto las he echado de menos! Al final consigo conformarla, le explico que su abuela la quiere muchísimo y más o menos deja de llorar y consigo sacarla de la clase. Yo sufro por su pobre abuela, el mal trago que pasa. Supongo que no por la niña, si no por lo que podamos pensar los adultos. Y los adultos nos ponemos en su pellejo y sufrimos tanto como ella.
Hubo una temporada, pues dos cursos enteros de Júlia en la guardería, cuando todavía tenía mi empresa, que la iba a buscar mi madre y ella se volvía loca de contenta y en cuanto la veía entrar por la puerta se abalanzaba corriendo a mi madre para darle un abrazo bien grande. Y hasta el día de hoy. Y si es Berta, se vuelve loca cuando ve a su abuela. Es más, cuando llegamos al cruce de su calle ya está gritando "¡a iaia, a iaia!". No sé si esto va con los niños o va con lo que inculquemos los adultos.
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